El Angel de la Muerte


"Aunque muera, vivirá"

La primera vez que Carlos Eduardo Robledo Puch conoció la muerte fue cuando se cayó de la bicicleta a los ocho años y terminó sobre las vías del tren. La máquina se detuvo a centímetros de sus pies. Es muy feo morir, pensó. Cuando tenía 14, murió su abuelo y lo llevaron a la ceremonia de cremación. Le encantó todo el “espectáculo". Era el abuelo cuyos restos se consumían a 800 grados centígrados, el que cuando vivía le insistía que estudiase la carrera de Ingeniería

Ahora, Carlitos miraba cómo las llamas se llevaban los deseos del viejo. Su abuelo había muerto. No era el crujir de la madera envuelta por el fuego, no eran las lágrimas de sus papás ni el recuerdo de su abuelo que ya no se renovaría lo que lo tenía cautivado. Era la muerte. Su mamá, muy lejos de intuir los sentimientos de su hijo se acercó para consolarlo, para hablarle de que el abuelo ahora estaría mejor y le recordó, para confortarlo, lo que había dicho Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida, el que crea en mí aunque muera, vivirá”

Aunque más tarde en su vida Carlitos diría que su madre era una pegajosa que estaba siempre encima suyo, lo cierto es que no le dedicaba mucho tiempo ya que siempre tenía algo mejor que hacer antes que ocuparse de su hijo. Su papá, un técnico mecánico nacido en Salta, se la pasaba de viaje en viaje como supervisor de servicios de la General Motors. Carlitos había nacido el 22 de enero de 1952. Lo habían dejado dormir con ellos hasta los tres años. Aún bebé, no era el preferido de papá ni el nene de mamá. Era uno más de la casa

Carlitos, las pelotas

Carlitos era un buen chico, fue a la primaria en el Adolfo Alsina de Florida. Repitió el primer grado

A los 13 años, de la primaria lo mandaron de vuelta a su casa porque le robaba los útiles a sus compañeros. 

Los padres estaban como anestesiados con Carlitos. "Es un buen chico", repetía su mamá, Josefa Aída Habedank, nacida en Alemania, y su padre Víctor Elías Robledo Puch. 

Ninguno veía motivos para preocuparse, eran travesuras 

Repitió el primer año en el industrial de San Fernando y después lo echaron del Don Orione porque lo pescaron robando 1500 pesos de la secretaría.

La joyita de la familia

Robledo tenia un especial favoritismo por su abuela materna, pero la mujer le impuso condiciones para aceptarlo. Una era que estudiara alemán e inglés; otra que no faltara a las clases. Le empezó a tomar el gustito al piano y ejecutaba clásicos alemanes para deleite de su abuela y de los amigos de su abuela, que lo mostraba como la joyita de la familia. 

Por ese entonces, compraron una casa en Borges 1856, en Vicente López, y Carlitos, como era el deseo de su padre, entró en el colegio industrial. A él, le gustan las máquinas, las motos y los autos pero no la ingeniería. La relación con su papá se volvió traumática. Víctor empezó a preguntarle dónde iba de noche, con quiénes andaba, se la aguantó

El estudio le parecía una pérdida de tiempo, encima, con los compañeros estúpidos que tenía, menos ese tal Jorge Antonio Ibáñez o "Queque", él era el único con el que se podía hablar, que también iba al Cervantes de Florida. 

Primeros robos

Ibáñez le propuso asaltar una joyería no muy distinguida, pero algo era algo. Carlitos aceptó. Fumó. Se convenció. No podía estar sin auto ni sin armas. De la joyería de Isaac Klinger se llevaron 100.000 pesos, joyas y alhajas, en setiembre de 1970. El robo no duró ni 20 minutos. Nadie los vio. El botín se lo llevó “Queque”, para reducirlo, menos un anillo de oro y brillantes que valía unos 50.000 pesos que Carlitos quiso quedarse. Habían entrado por la noche, como serían todos sus futuros robos.


Dejaron pasar una semana y otra vez por la noche, se descolgaron de la claraboya de un taller de caños de escape de Olivos. Con el soplete, abrieron la caja fuerte y se alzaron con 114.000 pesos.


El 10 de enero de 1971, iban caminando por Libertador hacia San Fernando cuando a Ibáñez, se le ocurrió que quería subirse a una moto. Recordó que cerca había un negocio, el de Chizzini. Fueron. 

Levantaron las chapas del techo y salieron con una Guzzi 250 roja y una Gilera 150 roja y negra. Se fueron a toda velocidad hacia la Capital Federal hasta que un patrullero los persiguió al verlos pasar como un rayo. 

Los dos pasaron la noche en la comisaría, pero Carlitos salió primero por ser mayor de edad mientras que Ibáñez debió esperar que lo fuera a buscar su papá.


Cuándo se reencontró con “Queque”, le dijo que tenía un boliche marcado. Se trataba de la inmobiliaria Crisci. Rompieron la vidriera, se metieron y robaron 400.000 pesos de un cajón. Así, como si nada. 

El 8 de marzo, se fueron a bailar a Cricket de Vicente López y en la pista de baile se les ocurrió que robarían en el propio boliche. Esperarían a que cerrara, ellos se iban a esconder. Saquearon el lugar pero fue un pequeño saqueo. No había mucha plata en las cajas pero sí un tesoro: un revólver calibre 32 marca Ruby.

No hay que dejar testigos

Les pareció que el robo al boliche les había traído buena suerte. Así que volverían a robar otro. Eligieron Enamour. Pero había un problema con este local y era que por las noches tenía un sereno. Esta vez, una ventana trasera fue el lugar por donde entraron. 

Caminaron hacia la caja y la vaciaron. Pero cuando se iban pasaron frente a una habitación donde dormían el sereno. Había un hombre más, también durmiendo, el encargado.


Al salir Carlitos se paró de golpe.


-Che, no era que no había que dejar testigos
- Pero si estaban durmiendo


Carlitos volvió y mató a los dos hombres, el sereno Manuel de Jesús Godoy, un paraguayo de 23 años, y el encargado Pedro Félix Mastronardi, de 35 años. Ibañez lo esperó y cuando Puch volvió le dijo, sin que su amigo le preguntara:


-Para qué los iba a despertar si los tenía que matar.



Claraboyas

Ibáñez ya tenía otro golpe planeado. Sería en la inmobiliaria de Natalio Veic, en una galería de Olivos. Fueron de noche pero, esta vez, tardaron algo más de una hora en abrir la caja fuerte. Ibáñez se volvió loco, sólo había documentos. 

Se fue puteando hacia la salida cuando Carlitos lo frenó. En un cajón de un escritorio, encontró otro tesoro, una pistola Bernardelli-Gardone calibre 7.65 mm. Ibánez se calmó y sonrió con socarronería.

No estaba mal, pero había que usarlas. El 8 de mayo a la noche se metieron por la claraboya de la agencia de repuestos Mercedes Benz frente a la Municipalidad de Vicente López. 

La claraboya daba al baño de los mecánicos. Vieron que había una luz encendida que provenía de un televisor que ya no emitía ningún programa. Era muy tarde. Y descubrieron que en dos camas dormía un matrimonio y en una cuna había un bebé de meses. 

Era una beba. Carlitos se paró delante del hombre, agarró la Bernardelli-Gardone que llevaba en la cintura y le pegó dos tiros a Juan Carlos Bianchi, de 29 años. 


Su esposa y la beba se despertaron sobresaltadas. Antes que Dora Virginia Vukotich pudiera reaccionar le metieron un balazo que le rozó el cuello y otro le dio en el hombro. Sobrevivió. 

Bajo rápido a la planta baja, rompió un placard y sacó 300.000 pesos. Cuando subió otra vez a buscar a Ibáñez vio que la mujer tenía el camisón desgarrado y que Ibañez estaba encima de ella

Dora Virginia, de 27 años, fue arrastrándose hasta la estación de servicio que estaba en la esquina a pedir auxilio. La sangre la cubría. Apenas se le entendía que hablaba de un pibe de pelo largo que la había atacado. Fue la primera y única testigo viva de Carlitos e Ibáñez. 

No pasó mucho tiempo hasta el siguiente golpe. Fue en el supermercado Tanti de Olivos. La madrugada del 24 de mayo, la pareja estaba allí. Otra vez levantaron unas chapas del techo y bajaron por una soga. Pero no entraron los dos, solo Carlitos, Ibáñez se quedó de campana con la Ruby 32 en la mano.

No había luz en el local hasta que Carlitos, caminando despacio para no tropezarse con nada, advirtió la luz de un calentador, siguió caminando hasta que llegó a una oficina y se encontró con el sereno Juan Carlos Saettone, que dormía sentado ante una mesa con la cabeza apoyada sobre sus brazos que estaban cruzados sobre el escritorio. 

Se le acercó, calculó haciendo ojo, como si le divirtiera, y lo mató de un tiro con la Giardelli-Gardone, saettone tenía 62 años.

Se iban cuando vieron una vitrina con una botella de whisky. La rompieron y brindaron. 

Robledo lo hizo por el auto que se iba a comprar, un Chevy. Lo pagó 1.800.000 dos días después en una concesionaria de San Justo, era azul, le duró un suspiro porque lo chocó enseguida en una esquina y le arruino la chapa. 

Iba en el auto de Ibañez, un Fairlane color crema, su amigo manejaba muy rápido y eso no le gustaba, ya no le estaba agradando mucho esta amistad. 

Estaban en Avenida Libertador y eran las 2.30, Ibáñez vio a una chica de botas negras y pollera amarilla y le dijo a Robledo que la vaya a buscar, él la trajo hacia el auto a punta de pistola. 

Ibáñez quiso violarla pero decía que su amigo lo ponía nervioso, la hicieron bajar y le ordenaron que caminara. Puch la mató de cinco tiros por la espalda. Se llamaba Virginia Eleuteria Rodriguez y tenía 16 años. Ibáñez se acercó al cadáver y le sacó 1200 pesos de la cartera.

Estuvieron unas semanas sin verse porque Puch estaba muy enojado con Ibáñez. 
Otra vez, una chica, esta vez en Libertador y Laprida. 

A Ana María Dinardo, de 22 años, la mataron de siete tiros porque, según contaría Robledo tiempo después, Ibañez tampoco abuso de ella porque decía que su amigo lo ponía nervioso.

Como en las mejores películas de la mafia, el 5 de agosto Carlitos pasó a buscarlo con un Siam Di Tella de su papá por el hotel donde paraba Ibáñez. 


Cuando subió al auto, le dijo que tenía en mente un supermercado de donde podían sacar mucha plata, le respondió que le parecía buena idea mientras aceleraba el auto por avenida Cabildo.

El otro hablaba y Carlitos seguía acelerando y justo cuando Ibáñez le dijo que podían ir a buscar a alguna chica el coche se desvió hacia un costado y chocó contra un taxi que estaba estacionado con una goma pinchada


El golpazo fue de lleno del lado de Ibáñez. “El que cree en mí, aunque muera, vivirá”, dijo Carlitos. Se sacó el anillo de oro y brillantes que habían robado aquella primera vez en la joyería hacía ya mucho tiempo y lo dejó al lado del cadáver. “Queque” no había cumplido los 18 años.

El nuevo Jefe

Carlitos quiso probar con una vida más tranquila. Fue a buscar a su amigo Somoza, que Ibáñez siempre había rechazado. Salían a andar en moto, pasaban el tiempo en las pizzerías. 

El 13 de noviembre de 1971, caminaban por Martínez cuando pasaron frente a una armería. Se quedaron en la vidriera mirando las armas cuando Carlitos sin dudarlo un segundo rompió el vidrio y agarró un revólver calibre 32 Astra Cadiz. Somoza lo miró con los ojos muy abiertos. En esta nueva etapa, iba a ser él quien eligiera dónde, cómo y qué robar


Citó a Somoza dos noches después y lo llevó al supermercado El Rincón, de Boulogne, se metieron en el patio de una casa vecina, treparon a un techo y desde ahí entraron al local del súper a través de un purificador de aire



Llevaban una manguera que habían sacado de la casa vecina. Doblaron un par de aspas, anudaron la manguera y bajaron. Había una puerta vaivén de vidrio, Robledo se asomó con cuidado y vio que el sereno dormía apoyando los brazos sobre una mesa que estaba a tres metros. Abrió un poco más la puerta pero ésta crujió siguió moviendola de a poco, diez minutos tardó en abrirla lo suficiente para que pudiera pasar. Entonces apuntó con el 32 Astra. Tomó aire. Y mató al sereno.

El disparo retumbó en todo el local pero no pasó nada. Fue a encontrarse con Somoza. Se dirigieron a la carnicería. Nada. Agarró un cuchillo, volvió donde el sereno, se fijo el nombre en la insignia que llevaba en el uniforme: Raúl Romeo del Bene. Con el cuchillo forzó un cajón. No encontró nada. Vio un teléfono de pared, cremita y gris. Lo arrancó y se lo dio a Somoza para que se lo regale a su mamá. Acá hay 700.000. Listo. Vamos. Salieron como habían llegado, por el mismo camino y en silencio.

Carlitos tenía un problema grave. No lograba prolongar la satisfacción de conducir los automóviles que él quería. Se compraba los mejores y a todos los chocaba. Su satisfacción duraba lo que un suspiro. 


Le dijo a Somoza que irían a una concesionaria de Olivos. Saltaron desde un techo al patio de la concesionaria y ahí revisaron una ventana que estaba abierta. 

El sereno dormía, era un excabo de la Policía Federal que se llamaba Juan Carlos Rozas, de 65 años. Al sereno, le pegó dos tiros y robó 80.000 pesos de esa oficina. 

Un millón y medio

Decidió volver a robar concesionarias. Somoza aceptaba todo sin protestar, jamás habló con Carlitos sobre cómo era su vida

El 25 de noviembre llegaron a Acassuso, forzaron una ventana y se metieron por los fondos del salón de ventas. El sereno era un jubilado de 63 años, Serapio Ferrini, pero no estaba dormido sino en el taller escuchando la radio. Somoza le hizo un par de cabezazos a Carlitos como para irse, justo, el sereno se levantó para hacer su ronda.





Somoza lo esperó detrás de una puerta y cuando pasó le dio un culatazo en la nuca. Lo subieron casi desvanecido a un ascensor, lo dejaron tirado en el suelo en el segundo piso, donde estaba la caja fuerte. Lo último que vio Ferrini fue la boca del caño de un arma de fuego y lo último que dijo fue: “No me maten” Fue un solo disparo

Robledo bajó rápido al taller, buscó el soplete y volvió. Somoza ya había encontrado la caja y se la señaló. Sacó fajo por fajo, se reía y se los pasaba por la cara a Somoza. Un millón y medio de pesos

El fin de una sociedad

Como no podía ser de otra manera, cuando se despertaron fueron a comprar un Fiat 600 gris, fue ese auto el que los llevó otra vez al boliche Wonderland, pero ahora solo pudieron sacar 100.00 pesos. Cuando se iban de ahí un colectivo los encerró en General Paz y Libertador y volcaron de nuevo.

Al final vendieron el Fiat como chatarra pero se compraron dos motos Honda azules. Sin embargo, la relación con Somoza empezaba a cambiar, a Robledo lo inquietaba y además no podía sacarse de la cabeza los pocos botines que obtenía desde que lo tenía de compañero


El lugar elegido fue la ferretería industrial Masseiro Hermanos, en Carupá. El sereno era Manuel Acevedo, un hombre de 68 años, esa noche, estaba escuchando tangos en su radio Spika cuando escuchó ruidos en la planta alta, pero antes de que diera un paso, los dos ladrones se acercaron desde atrás y lo encañonaron, luego lo encerraron en un cuarto

Los dos empezaron a recorrer el lugar y encontraron un soldador. Carlitos empezó a usarlo con el hierro de la caja fuerte mientras Somoza hacía una inspección del lugar. Puch contó después que estaba por abrir la caja cuando escuchó dos tiros. Somoza había matado al sereno que quedó en cuclillas sobre una pila de papeles. ¿Quién mató al sereno? No hubo mas testimonios que el de Robledo.

Carlitos seguía con el soplete trabajando sobre la caja fuerte, en ese momento, Somoza, en broma, lo tomó del cuello con su brazo. El odiaba que lo tocaran, por lo que le pegó un codazo haciéndolo caer en cuatro patas mientras sacó su revólver Astra y le pegó un tiro en la cabeza, ni Ibáñez lo había tocado jamás. 


Inmediadamente, se dio vuelta, terminó de abrir la caja y sacó 1.400.000 pesos. Antes de salir agarro el soplete que había usado para abrir la caja y le quemo la cara y las manos a Somoza, buscando así que no pudieran identificarlo. 

Nos va a tener que acompañar

Robledo estaba satisfecho. Invito a su vecino, Guillermo Kobelinsky, a dar una vuelta en moto por el barrio, cuando volvieron, a las tres y media de la tarde, un partrullero estaba estacionado en la puerta de su casa

-¿Usted es Carlos Eduardo Robledo Puch?

-Sí, señor. ¿Qué necesita? – respondió

-¿Conoce a Héctor José Somoza?

-No, señor. ¿Por qué? – con esa respuesta cavó su propia fosa

-Nos va a tener que acompañar, y usted también - dijo el oficial dirigiéndose a Kobelinsky





La Argentina y su monstruo

Lo tuvieron unas hora en la comisaría 3° de Tigre, después, sin vueltas, lo llevaron a una habitación, lo sentaron y le preguntaron directamente por la muerte de Somoza. 

Puch confesó en seguida el crimen de Somoza con lujo de detalles y también todos pero todos los delitos que había cometido desde 1970, hasta indicó dónde estaban escondidas las armas usadas, la plata y otros objetos robados. 

Acompañó a los policías a cada lugar donde hubiera una evidencia en su contra, había fajos de dinero en el piano de su abuel, las armas en el cielo raso del baño y en el canasto del lavadero, hasta los llevó a la casa de Somoza para mostrarles dónde había más armas escondidas.

Cuatro días después de su detención, el 8 de febrero, Carlitos estaba en la portada de todos los diarios pero no como Carlitos sino como la bestia humana; fiera humana; muñeco maldito; el verdugo de serenos; el unisex; el gato rojo; el tuerca maldito, carita de ángel


El terror viaja en colectivo

Eduardo Robledo Puch quedó preso en la Unidad Penal 9 de La Plata. Pero la madrugada del 8 de julio de 1973 pudo llegar hasta el muro de la cárcel junto con su compañero de celda Rodolfo Sica; engancharon unas sábanas en un reflector quemado, subieron y se fueron. 

Mejor dicho, Puch se fue porque Sica fue inmovilizado por una ráfaga de ametralladora. Corrió hasta la parada del 518 y escapó en colectivo, le dijo al chofer que lo acababan de asaltar y que no tenía plata, la cara de nene inocente lo salvó.

Se bajó en la estación del ferrocarril Roca, viajó hasta plaza Once y de allí a Puente Saavedra. Siempre de colado. 


Durmió en obras y vagó por aquí y por allá. El 10 de julio andaba caminando en Libertador al 2600 en Olivos. Los policías de un patrullero lo vieron, él se dio cuenta y se metió en el restaurante Munich. 

Caminó 12 metros hasta el fondo del local y quiso escapar por una puerta trasera, conocía el restaurante porque había ido muchas veces pero sus diecisiete meses en prisión le impideron saber que esa salida había sido clausurada. Volvió al frente resignado y levantó los brazos.

-No tiren –suplicó -Yo soy Robledo Puch.

En 1977, Carlitos pidió a las autoridades penitenciarias ser trasladado al pabellón 10 del penal de Sierra Chica, el de los homosexuales.

Perpetua

El domingo 3 de agosto de 1980, después de estar ocho años en la cárcel, Robledo fue trasladado del penal de Olmos a la seccional cuarta de Martínez, pasó todo ese día en una solitaria celda de esa seccional. 

El lunes 4, poco antes de las nueve de la mañana, esposado y custodiado por un pelotón de policías, fue llevado a los tribunales de San Isidro.

Puch fue declarado culpable de diez homicidios agravados, un homicidio simple, un homicidio en grado de tentativa, dieciséis robos simples, un robo calificado, una violación calificada, dos raptos, un abuso deshonesto, dos hurtos simples y un daño. 

Son 36 delitos, cometidos en la zona norte del Gran Buenos Aires entre mayo de 1971 y febrero de 1972, cuando tenía entre 18 y 20 años. Le dieron reclusión perpetua más reclusión por tiempo indeterminado, la pena más grave del Código Penal

En el año 2000, cumplió el plazo para pedir la libertad condicional, sin embargo, no pidió su liberación. 

En la prisión, ha hablado de su deseo de tener un hijo mientras confesó que jamás tuvo una relación sexual con una mujer.

Veinte años después, dirigió una carta a la gobernadora María Eugenia Vidal donde manifiesta esta vez su deseo de salir de la prisión: “Ni los nazis condenados en el juicio de Nurembetg, ni Nelson Mandela en Sudáfrica sufrieron la cárcel a que fui sometido con apenas 20 años recién cumplidos”

La Suprema Corte dictaminó que pase a un ámbito cerrado menos riguoso para ir preparándolo para la vida en libertad, siguiendo esas directivas, se dispusieron análisis psicológicos para determinar si este hombre está en condiciones de ser llevado a un régimen penitenciario de semilibertad en Gorina, La Plata, el resultado fue positivo, pero cuando le preguntaron si quería que lo trasladen dijo que no

Carlos Eduardo Robledo Puch pasó más tiempo encerrado que en libertad. Libre fue una plaga que mató a demasiados. A los 20 años, no sentía culpa, de grande tampoco. 


No tuvo las agallas para dejar de ser Carlitos y convertirse en Carlos. Si algo había aún de humanidad en él cuando lo encerraron, se perdió en los calabozos, tapado por la herrumbre de los barrotes. Se convirtió en un caso perdido, en un claro ejemplo de alguien que se pudrió en la cárcel




















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